“Parece evidente que la creencia y la vivencia religiosa puede constituirse en un factor de equilibrio, centramiento y maduración personal; puede venir a ofrecer un horizonte de plenitud y desarrollo de las capacidades del sujeto; puede, en determinados casos también, curar heridas y generar una saludable compensación que sanee conflictos previos.
Pero puede también aliarse con las fuerzas más destructivas de la persona, potenciar desequilibrios existentes, acabar derrumbando posiciones mínimamente estables, bloquear procesos de crecimiento y, en definitiva, convertirse en un factor patógeno en el conjunto de la personalidad.
Desde la vertiente afectiva, puede ofrecer una confianza básica en la existencia. Puede también, sin embargo, ofrecerse para regresar a posiciones infantiles, en búsqueda de unas satisfacciones imaginarias. Las espiritualidades de tipo iluministas, de ayer y de hoy, parecen dar prueba de ello.
Desde la vertiente cognitiva la religión puede ofrecer unos marcos de referencias que organicen el sentido y la orientación de la propia vida. Puede también, sin embargo, hacer de la idea, de la creencia y del dogma un modo de parapetarse frente la complejidad de lo real y, en casos extremos, hacer de ese dogma un fetiche de seguridad peligroso para el propio sujeto y para los otros. Fundamentalistas y fanáticos manifiestan ese lado oscuro de lo que la religión puede hacer de la idea.
Desde la vertiente ética, por último, puede ofrecer un fundamento valioso para el enraizamiento de actitudes y valores, pero puede también originar una falta de autonomía personal y un sometimiento infantil a una ley idolatrizada desde motivaciones muy regresivas.
Desde la perspectiva psicológica habría que concluir que, probablemente, ninguna otra dimensión cultural posea tal poder en la estructuración, desarrollo y potenciación de la propia identidad y que ninguna otra tampoco haya mostrado, tan fehacientemente, su poder aniquilador y destructivo para esa misma identidad personal o
La religión, pues, está ahí para lo mejor y para lo peor. La historia de los pueblos y las vidas de los individuos lo verifican de un modo elocuente para cualquier observador mínimamente dispuesto a reconocer los hechos.
El psicólogo, el sociólogo y el antropólogo, desde sus perspectivas particulares, también pueden, si consiguen liberarse de fáciles prejuicios en un sentido u otro, confirmar esta ambigüedad esencial e inherente de la vivencia religiosa. Por su parte, el teólogo, el catequista, el sacerdote, tendrían que ser igualmente conscientes de la ambigüedad que comporta este tipo de experiencia y de la ambivalencia o colectiva.”
Carlos Domínguez Morano