“La historia de la Iglesia nos muestra que con la más santa de las intenciones se puede conseguir la más funesta de las consecuencias. En muchas ocasiones, creyendo fomentar y fortalecer la fe, se ha estado sembrando la semilla de su negación. De hecho, a estas alturas del siglo XXI, pedir a Dios que envíe la lluvia supone, en su más pura objetividad, culparlo efectivamente de la sequía.
Por eso es necesario reflexionar, siquiera brevemente, sobre las consecuencias objetivas de nuestros actos religiosos. La credibilidad pública de la fe se juega, en muchos casos, más que en grandes acciones de evangelización, en cuestiones aparentemente nimias como esta, pues es ahí donde, involuntariamente, se presenta la fe como contradictoria con la ciencia.
No se puede concebir el «actuar» del Dios de Jesucristo de idéntica forma a como Homero nos dice que actuaban los dioses olímpicos en el mundo antiguo: interviniendo de manera puntual y arbitraria, inmiscuyéndose parcialmente en los asuntos de los hombres. Estaríamos así ante una forma críptica de paganismo, porque Dios no envía la lluvia, como Zeus no enviaba el rayo. Dios no manda tempestades, como Deméter no fertilizaba las cosechas. En la actualidad, Dios no nos ha castigado con la Covid-19, como tampoco nos castigó antaño con la peste.
La infinita y eterna bondad de Dios se ve oscurecida y hasta negada si decimos que Dios sólo hace el bien en ocasiones puntuales y a nuestra demanda, pero no el resto del tiempo y por iniciativa suya. Y su omnipotencia se antropomorfiza y se adultera si se la concibe como la de un superhéroe de Marvel que altera a su voluntad la regularidad autónoma de las leyes del universo. No pensamos bien de Dios, ni rezamos en coherencia, cuando somos presa de concepciones teológicas asentadas en semejantes presupuestos.
Las sequías, como las enfermedades, el hambre y las guerras, son un problema de toda la humanidad que no podemos esperar que un Dios olímpico arregle a base de intervenciones puntuales. Somos nosotros los que tenemos que actuar con inteligencia, previsión y solidaridad para, en este caso, alcanzar una gestión pública del agua en la que no primen ni los intereses partidistas, ni los egoísmos territoriales, ni las recetas apresuradas.”
Pedro Castelao