“Es posible una Iglesia sin clérigos (curas obispos papas)?. Jesús no fue sacerdote, ni consta que instituyera el sacramento del Orden. Más bien criticó a la “casta sacerdotal”, que fueron los que le condenaron. Jesús crea la Comunidad de iguales, en la que se encuentran personas con distintas cualidades (karismas).
Históricamente los cristianos multiplican su número. Aparecen distintos modos de actuar, de pensar, se producen disensiones y van a sentir la necesidad de proteger su unidad, de gobernar la diferente y dispersa Comunidad. Se comienza a establecer poderes de gobierno: unos van a mandar y otros a obedecer, unos a enseñar y otros a aprender.
Los elegidos para el Gobierno tienen que justificar su autoridad recibiendo un “Plus”, que los legitime y diferencie de los demás. Se crea la sacramentalidad: el poder viene de Dios, a través de un Ritual y se traspasa de generación en generación, y se instituye un orden de menos a más (diáconos, sacerdotes, obispos, papas). Con ello, se obliga a la Comunidad a obedecer y bajo la amenaza de la excomunión al disidente: no hay salvación fuera de la Iglesia (de los curas). “Nula salus extra eclesiam” . Se llega a construir, pasados los primeros años, lo que Jesús nunca quiso, la casta Sacerdotal, que tanto había criticado en su tiempo, y en la que se desecha a las mujeres.
Si analizamos de dónde proceden lo poderes sobrenaturales de los clérigos, descubriremos que el Bautismo no es privativo suyo. Cualquier persona – si realiza diversas formalidades – tendrá capacidad de bautizar.
El perdón de los pecados, mediante la confesión individual, tampoco consta en ningún texto de la Escritura. Las recientes investigaciones determinan que el texto de S. Mateo (16,21) no fue pronunciado por Jesús, sino creado posteriormente, para poder justificar el “atar y desatar” de los clérigos. Es la Comunidad la que se reúne, oye y perdona a quien lo pide. La confesión individual se establecerá muchos siglos después.
La Unción de los enfermos, si bien aparece en la Carta de Santiago, no consta que lo fuera por mandato de Jesús. Más bien va en la línea del uso de ungüentos caseros contra las enfermedades y heridas, en un tiempo carente de procedimientos clínicos; a modo de lo que aparece en la parábola del samaritano (Lc. 10,34), no seguidor de Jesús, que cura con aceite y vino (desinfectante) al herido por salteadores.
El Sacramento del matrimonio ni fue instituido por Jesús ni es privilegio de los clérigos. Según la propia doctrina eclesiástica, son los mismos esposos, cuando se aceptan mutuamente, como marido y mujer, los que se constituyen como tales. La tarea del cura se reduce a ser mero testigo, de un contrato creado, en siglos posteriores, para asegurar la propiedad y su transmisión de padres a hijos.
La Eucaristía, como presencia física, de Jesús en las hostias consagradas por los sacerdotes por el mero hecho de la pronunciación de unas palabras míticas, que transforman “milagrosamente” el pan y vino en la persona de Jesús, tantas veces como se quiera y que se guardan por centenares en miles de sagrarios por todo el mundo, no resiste – hoy día – a un mínimo análisis racional.
La presencia eucarística de Jesús ha de entenderse como su presencia cuando sus discípulos se reúnen en Asamblea de iguales, movidos por el amor, en actitud de servicio a los otros (lavatorio de pies). Festejando el acontecimiento del amor sin límites, con un banquete, en el que se ofrece Pan y Vino, como señal de total entrega a los demás. Sólo el Amor hace presente a Jesús.
Desvanecido el carácter sobrenatural, de las acciones clericales, su poder exclusivo de Gobernar cae por su propio peso. La gobernabilidad de las Comunidades ha de recaer en personas, democráticamente elegidas por la propia comunidad, sin Plus alguno de sobrenaturalidad. Basta que sean buenos gestores, honrados, transparentes y sometidos a las decisiones de las Asambleas.
En conclusión:
Es el Pueblo de Dios (Concilio Vaticano II) el que recoge el testigo que Jesús nos pasó. Ya no hay clérigos-laicos, hombres-mujeres, libres-esclavos, que decía s. Pablo (Gal. 3,28). Es el Pueblo de Dios el que es sacerdotal, sin diferencias entre un@s y otr@s.”
José Ramón Pérez Perea