“Piadosas nostalgias, fervores frustrados, devociones insatisfechas… Iglesias cerradas, profusas misas virtuales, bancos superfluos… Así veíamos a la Iglesia cultual en el periodo de mayor virulencia de la pandemia. Y ya, por fin, aunque con las debidas cautelas prescritas, las puertas de los templos han descerrajado su confinamiento y esa apertura ha abierto también nuevas expectativas: abordar con esfuerzo y valentía la delicadísima tarea de recuperación, la pretendida “desescalada”, y recalar en la tan recurrida “nueva normalidad”.
¿La tan encarecida desescalada afectará solamente a la protocolaria Iglesia ritual o también a la estancada Iglesia institucional? Porque si se vuelve a la “normalidad”, a la rutina, a lo de siempre, ¿dónde queda la “novedad”? Una de las expresiones de origen “coronavírico” habla del “Plan de Reconstrucción”. ¿Habrá también una reconstrucción de la Iglesia, “confinada” en el pasado? ¿En qué fase se encuentra la Iglesia en esta desescalada? ¿En fase cero o está desfasada?
¿Descenderá la Iglesia de su pirámide institucional, de su primacía clerical, de su preferencia por lo ritual para integrarse en la vivencia de lo evangélico? Hay prebostes que, como los discípulos de Jesús en el momento de su ascensión, embelesados con lo sagrado, han fijado perennemente en lo celestial su obsesiva mirada. ¿Pero qué hacen ahí, pasmados, mirando al cielo? Un modelo de una Iglesia “confinada en casa”, rancia y dogmática, rehén de tradiciones fosilizadas y con un mensaje que no muerde los problemas del mundo actual.
Desescalada del clericalismo. El clericalismo reafirma la profunda brecha existente entre clero y laicos, entre hombres y mujeres, entre casados y célibes. El clero es una casta social que profana la igualdad y dignidad bautismal de los hijos e hijas de Dios. Se trata de un concepto de Iglesia cuyos objetivos son el poder, el dominio y el control sobre las personas. ¿Hasta cuándo tendremos que mantener la “distancia social” entre clero y fieles?
Desescalada de la egolatría. El clericalismo desemboca en la egolatría, en el narcisismo. La petulante superioridad de los clérigos les lleva a sentirse “diferentes” y, por consiguiente, a vestir diferente. Ya desde muy antiguo, la vestimenta se convierte en símbolo de autoridad. Así nace la “casta sacerdotal”. Presumirse consagrados y elegidos. Mirarse el ombligo.
Desescalada del ritualismo. Dicho de otra forma, desclericalizar las celebraciones, bajarse del altar donde se han encaramado. Renunciar al puesto de autoridad, al privilegio de preferencia, al erigirse guía de la asamblea, ante quien los fieles solo deben decir “amén”. El confinamiento durante este tiempo de pandemia nos ha descubierto algo no esencial en la vida cristiana: la dependencia de la mediación de los clérigos y la fría afectada y aparatosa liturgia de los templos. Nos ha enseñado que lo primordial no son los ritos, los cultos y las liturgias, sino las personas. El coronavirus nos ha brindando, Dios lo quiera, la oportunidad de replantearnos la conveniencia de instaurar un nuevo modelo de celebración sacramental. ¿Habrá llegado ya la desescalada de sustituir la misa de clero y fieles por una misa de bautizados, sin desigualdades, al uso de las primeras comunidades?
Rescatar la forma de vivir el Evangelio de las primeras comunidades cristianas. Es momento de recuperar carismas. El clericalismo se convirtió en la gran barrera para construir verdaderas comunidades ministeriales. La Iglesia debe llegar a ser una asamblea fraterna donde no existan dos clases de cristianos, los clérigos y los laicos, y donde ningún bautizado y bautizada sean discriminados.
Todo ello, para lograr el principal objetivo de la “nueva normalidad”: pasar del medieval marco clerical al evangélico nuevo marco sinodal.”
Pepe Mallo