“Una noción miope y perversa de la caridad lleva al cristiano, simplemente, a realizar actos exhibicionistas de misericordia, actos meramente simbólicos que son expresión de simple buena voluntad. Este tipo de caridad no tiene el efecto real de ayudar al pobre: lo único que consigue es condonar tácitamente la injusticia social y contribuir a perpetuar las condiciones en que nos movemos; es decir, mantiene a los pobres en su pobreza.
Ya no es posible cerrar nuestros ojos a la miseria que abunda por doquier, en todos los rincones del mundo, incluso en las naciones más ricas. Un cristiano tiene que afrontar el hecho de que esta desgracia no es en modo alguno "la voluntad de Dios", sino el efecto de la incompetencia, la injusticia y la confusión económica y social de nuestro mundo en rápido desarrollo.
Es un deber de caridad y de justicia para todo cristiano implicarse activamente en el intento de mejorar la condición del hombre en el mundo. Como mínimo, esta obligación consiste en tomar conciencia de la situación y formarse un criterio propio con respecto al problema que plantea. Obviamente, nadie espera poder resolver todos los problemas del mundo; pero sí debería saber cuándo puede hacer algo para ayudar a aliviar el sufrimiento y la pobreza, y ser consciente de cuándo está prestando implícitamente su cooperación a los males que prolongan o intensifican el sufrimiento y la pobreza.
En otras palabras, la caridad cristiana deja de ser real si no va acompañada de una preocupación por la justicia social.
¿De qué nos sirve celebrar seminarios sobre la doctrina del cuerpo místico y la sagrada liturgia, si no nos preocupamos en absoluto del sufrimiento, la indigencia, la enfermedad y hasta la muerte de millones de potenciales miembros de Cristo?
Y, sin embargo, no tenemos que mirar más allá de nuestras fronteras para descubrir enormes dosis de miseria humana en los suburbios de nuestras grandes ciudades y en las zonas rurales menos privilegiadas. ¿Y qué hacemos al respecto?
No basta con meter la mano en el bolsillo y sacar unas monedas...”
Thomas Merton