miércoles, 15 de abril de 2020

No fomentemos ni mantengamos piedades del disparate...



“Dime cómo es tu oración, y te diré cómo es tu Dios; o mejor: te diré cómo es tu imagen de Dios. Dime cómo es tu Dios, y te diré cómo es tu oración; o mejor: te diré cómo debería ser tu oración. Dime cómo es la oración de tu iglesia, y te diré cómo está anunciando a Dios en la cultura actual; o mejor: te diré cómo está configurando nuestra sensibilidad cristiana. Dime cómo es tu oración ante el mal, y te diré si contribuye a convertir la imagen de tu Dios en “roca del ateísmo” o en garantía de confianza inconmovible.

Cómo es posible que en nuestras oraciones sigamos invocando a Dios de manera tan injusta y desviada. Y continuamos repitiendo fórmulas y palabras que herirían la sensibilidad de cualquier madre o de cualquier padre: acuérdate, ten compasión, escucha y ten piedad…

Nunca es, ciertamente, esa nuestra intención; pero eso es lo que dicen nuestras palabras y que después, en consecuencia fatal, se traduce en nuestras prácticas: buscar convencer a Dios con intercesores y abogados, ganar su favor con ofrendas y rogativas o moverlo a compasión con sacrificios.

Curar las enfermedades de las palabras con que formulamos nuestras oraciones representa una urgencia que está llamando con fuerza a las puertas de la teología… e incluso del sentido común. Recordando a Jesús, sin escudarse en literalismos fundamentalistas y sobre todo por respeto a Dios y a la ternura de su amor infinito, no deberían valer disculpas o matizaciones, ni subterfugios lingüísticos o teológicos. No vale argumentar con que nuestras oraciones no dicen lo que significan sus palabras: “cuando pedimos no queremos pedir; cuando, a coro y de manera insistente, exhortamos a Dios para que sea compasivo y misericordioso, no pretendemos afirmar que no lo sea…”. Para no hablar de tantos textos teológicos que, escudándose de manera falsa y fundamentalista en el libro de Job, afirman que podemos rebelarnos contra Dios, pedirle cuentas, increparlo con palabras hirientes o incluso osar peores disparates, hasta la blasfemia. Con menos motivo, Karl Barth habló en alguna ocasión de “piadosas desvergüenzas”.

No puede extrañar que, hoy, a muchas personas les resulte casi imposible creer en el “dios” cuya imagen se refleja en tantas oraciones. De hecho, no oculto mi asombro de que los cristianos y sobre todo los teólogos y teólogas no sintamos la urgencia del problema y sigamos descuidando la tarea de formular nuevas oraciones, buscando palabras, fórmulas y expresiones que expresen con verdad la relación con Dios-Padre (Madre).

Crear nuevas oraciones, inventar nuevas expresiones y sugerir palabras justas puede ser un instrumento precioso para renovar la fe, avivar la esperanza e ir reconfigurando una imagen de Dios algo más acorde con el Abbá anunciado por Jesús.

Son necesarias dos cosas importantes. La primera, iniciar la renovación de los libros litúrgicos, actualizando las oraciones y haciendo la urgente revisión de las lecturas (acabo la redacción de estas páginas después de participar en la emotiva celebración papal en este extraño Jueves Santo; una vez más, he quedado estremecido de cómo es posible que sigamos proclamando lecturas que pintan a Dios dando muerte a todos los primogénitos de Egipto). La segunda, animar a los teólogos y a las mismas comunidades, para que participen en la creación de nuevas plegarias y nuevas celebraciones que vayan reconfigurando un imaginario colectivo en el respeto del nombre santo del Padre(Madre) y en el gozo de su compasión y de su ternura.”

Andrés Torres Queiruga