“La pregunta es obligada: ¿Qué hemos hecho del evangelio? ¿Qué hemos hecho de la comunidad eclesial?
Es obligada para mí, fraile franciscano casi desde que nací, presbítero desde hace más de cincuenta años, obispo desde hace casi catorce, pues yo y muchos de los que son como yo mantenemos en pie un cristianismo residual, hecho de ritos acostumbrados, de doctrinas esclerotizadas y de valores considerados de inspiración evangélica; mantenemos en pie un cristianismo que se transmite por inercia, por inercia sobrevive y de inercia se dispone a morir.
Si no se producen cambios radicales en nuestras formas de expresar la fe y de celebrarla, dentro de nada, de lo cristiano se hablará en tiempo pasado.
La liturgia en su conjunto, y de modo muy especial la eucarística, que debiera ser un espacio privilegiado de experiencia de Dios, de expresión de la fe, de comunión en la fe, de participación de todos en la celebración de la fe, es desde tiempo inmemorial un espacio de alienación, en el que a los fieles se les administra una fe deformada, una teología obsoleta, una espiritualidad desencarnada.
El desamparo en que hemos dejado al pueblo de Dios es peligroso, contagioso y asintomático, pues los fieles ni siquiera son conscientes de que lo padecen.
Los hemos habituado a practicar ritos que no entienden y a sentirse tranquilos, pues para cumplir con Dios y con la conciencia, según se les ha enseñado, no necesitan entender: les basta con practicar; no necesitan vivir: les basta con cumplir.
Llevamos siglos menospreciando a los pequeños, olvidando el evangelio del reino de Dios, suplantándolo por ideología supuestamente religiosa, ideología del todo ajena a la vida de los fieles.
Llevamos siglos impidiendo la creatividad de las comunidades, ahogando de ese modo también su vitalidad, esterilizando su fecundidad.
Las comunidades eclesiales necesitan respirar, necesitan libertad, necesitan vida, necesitan nutrirse de evangelio, necesitan encontrarse con Cristo Jesús. Pero las hemos reducido a una condición de debilidad tal que no les queda siquiera el aliento para reclamar lo que ellas necesitan y nosotros les debemos.”
Santiago Agrelo Martínez