“En la teología y en la pastoral de los sacramentos, lo que más se impone es la exacta ejecución del ritual. Eso se debe a que, en la forma fundamental de comprender la Iglesia, lo que más se cuida, lo que más se urge, es precisamente que la institución como tal, en su organización, sus poderes, sus autoridades y su imagen en bloque, todo eso, se respete, se acepte, se quiera, se defienda desde todos los puntos de vista posibles.
Semejante mentalidad, que se suele presentar como la puesta en práctica del mayor amor a la Iglesia, es en realidad el clavo ardiendo al que se agarran todos los que se afanan, más por alcanzar la "seguridad" que proporciona lo institucional, lo normativo y lo ritual bien asimilado y ejecutado, que por acercarse a la "coherencia" que viven y tienen los que se arriesgan a orientar su vida por el camino que va trazando la experiencia humana, auténticamente humana, por los desconocidos caminos de la vida.
En la religión, lo que la "magia sacramental" produce es el sentimiento de seguridad que ofrece la garantía (engañosa) que genera la exacta fidelidad y la fiel pertenencia a una institución que se considera a sí misma como el "pueblo elegido", la "religión verdadera", el "camino seguro" de la salvación.
El común denominador de todos estos sentimientos es siempre el mismo: el mecanismo oscuro de un oculto automatismo de eficacia que no se puede ni poner en cuestión.
Esto es lo que explica que muchas personas den más importancia a su fiel pertenencia a la Iglesia, que a su fiel observancia del Evangelio. Porque lo primero pertenece al orden del ritual mágico, mientras que lo segundo se sitúa en el ámbito de la experiencia arriesgada y exigente. Lo primero da seguridad, en tanto que lo segundo expone al peligro.
La confrontación de la libertad de Jesús con la observancia de los fariseos tiene en esto su exponente más conocido.
Como es lógico, quienes se aferran a la sacramentalidad mágica de su pertenencia y su sumisión a la Iglesia, necesariamente incurren en una práctica sacramental diaria que se centra sobre todo en observar exactamente las rúbricas, las normas litúrgicas y los ceremoniales, con el mayor respeto y la más estricta fidelidad. Porque a todo eso es a lo que se le atribuye la eficacia en orden a recibir la gracia que el sacramento proporciona.
De ahí, toda una eclesiología y una pastoral e incluso una espiritualidad, normalmente anquilosada en un pasado que ya poca gente entiende y que a pocos ciudadanos interesa.
Por otra parte, esto es lo que explica que haya, en algunos países, una población ampliamente "sacramentalizada", pero que no es precisamente ejemplar por su coherencia ética o simplemente por su humanidad en las relaciones que mantiene y en los distintos ámbitos de la vida en que se desenvuelve.
La vida de una persona no cambia ni mejora por la eficacia que puedan tener sobre ella determinados rituales sagrados que, de una manera o de otra, terminan siendo rituales mágicos.
La vida de una persona cambia y mejora cuando esa persona vive experiencias que tocan en el fondo mismo de su ser y que, por eso, modifican sus afectos y sentimientos (su sensibilidad) y, de ahí, cambia también su forma de pensar, sus criterios, los valores que determinan su vida, en definitiva, todo su comportamiento.
Y es que lo decisivo, para el logro o el fracaso de una persona, no es ni la institución a la que pertenece, ni los ceremoniales que practica o los rituales a los que somete. Lo decisivo en la vida es la vida misma, la forma de vivir y de relacionarse con los demás y con la sociedad.
Es más, con bastante frecuencia, los usos ceremoniales y los ritos que la sociedad nos impone son un buen disfraz que sólo sirve para ocultar la verdad de una vida. Por eso, como bien sabemos por la experiencia, la sacramentalidad de la Iglesia, así como la práctica de los siete sacramentos, se puede convertir de hecho en el ropaje que encubre una realidad muy distinta de los que todo eso aparenta.”
Jose Mª Castillo